La Generación Dorada de Wilde Sporting

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Actualizado: septiembre 3, 2019

Los cinco habían vivido cosas parecidas en el club. Cosas que no habían podido olvidar: tardes enteras jugando antes y después del partido, los primeros bailes, festejos de cumpleaños y de días del niño, fines de semana de «encuentros» en otras ciudades; partidos de metegol y desafíos en los videojuegos del buffet, cenas de mesas largas compartidas con los padres del equipo al fin de la jornada. Ellos no eran los únicos que se habían hecho amigos; sus papás, también.

Esos mismos cinco pibes, todos vecinos de Wilde, habían dejado el club sin cumplir el objetivo más importante de sus vidas ahí adentro. A la edad que debían empezar a jugar en la Primera, después de pasar entre diez y quince años ahí, decidieron seguir sus caminos en otros equipos. Se fueron, pero nunca pudieron olvidarse del club, como si algo les hubiera quedado pendiente. Por eso volvían tanto, a pesar de defender otras camisetas. Volvían al club, pero fuera de la cancha.

En 2017 un entrenador los pensó. Pero lo más importante no es que los recordó, sino que los haya pensado juntos, otra vez. Les venía siguiendo las carreras y los imaginó en el mismo equipo: con el talento y la identificación con el club serían invencibles. El tiempo le daría la razón: en el primer campeonato perdieron la final. El segundo lo ganaron y ascendieron; el tercero también. Hace unos días fueron bicampeones. Pero las cosas no fueron fáciles.

«Los cinco que volvimos (Nicolas González, Neri Ihitz, Esteban Camelo, Emiliano Palma y Jorge Palma) cobrábamos una beca en nuestros clubes. Digamos que nos pudo el amor y la identificación por el club. Es el club de la vida de todos. Y cada refuerzo que incorporamos queremos que tenga identificación con el club. Hay jugadores que nunca habían jugado acá, pero sus familiares sí», resume Nicolás González (39), escolta y empleado bancario. Dejar de cobrar un viático para pasar a hacerlo gratis no era el único cambio. Desde el regreso, además de entrar a la cancha, tienen que ocuparse de todo lo que implica que después puedan ponerse la musculosa y jugar. Todo es a pulmón: a uno de los entrenadores ellos mismos le enseñaron a jugar, hace años.

El grupo se completa con Sebastián Mondino, Leonardo Fabiano, Lucas Andujar, Matías Fernández y Matías Núñez, además de los juveniles Mirko Toman, Donato Vasallo, Martín Carrizo y Jeremías Castillo. El entrenador es Martin Pulleiro.

«Digamos que no somos hinchas de equipos grandes de básquet. Entonces, nuestro club, además de ser el patio de casa, es nuestro equipo. Somos hinchas de Wilde Sporting Club y de nuestros clubes de fútbol. Pero en mi caso, que soy de Racing, cuando jugamos contra ellos yo les quería ganar. Hacer cosas por fuera del club es desgastante. Aunque también me pasa de querer que sea la hora de estar acá tirando al aro, sin que nadie me hable», explica Neri Ihitz, gerente de una fábrica de casas rodantes. Que agrega cuál fue el máximo logro a nivel equipo: «Ver a los padres de los chicos más chicos alentándonos. Y mostrarle a las categorías infantiles que se puede empezar un proyecto desde bien abajo».

A medida que fueron superando obstáculos deportivos y administrativos el barrio empezó a alentarlos. ​

Llegaron a ser hasta 400 personas, entre vecinos, familiares, socios y ex jugadores. Muchos, nunca antes habían visto un partido de básquet. Gracias a ellos pudieron financiar el sueño. En el barrio, y en una parte del Municipio de Avellaneda, se los bautizó como «La generación dorada de Wilde».

La final fue en River. Desde la puerta del club partió un micro y una caravana que alcanzó las 400 personas. Esteban Camejo, alero y jefe de producción de una fábrica, dice que ese día, desde adentro de la cancha, vio «al club: «fue mirar a la gente y sentir que estaban todos los que vi durante toda mi vida acá adentro. Vi el club y una parte del barrio apoyándonos».

Durante la charla con Clarín hay cargadas como las que se hacían a los 15 años. Las risas también son parecidas. Cuando habla González, le dicen «el viejo». A Matías Núñez, cuando enumera todos los clubes por los que pasó, le dicen «el Tweety Carrario»; lo mismo con el que no trabaja y con el comilón del equipo. «Más que un equipo es un grupo de amigos que le mete para adelante», describe Núñez. «La mayor diferencia con todos los clubes por los que pasé la noto en los asados. Vienen amigos de amigos, familiares, ex jugadores. Llegamos a ser 70 personas comiendo». El básquet, pareciera, siempre queda en segundo lugar.

Cuando el equipo se armó, lo primero que hicieron fue pedirle una reunión a la Comisión Directiva del club. Los apoyaron desde un principio. El entusiasmo era lo único con lo que podrían colaborar. Pero no había un peso para destinarle al proyecto. Les fueron sinceros: entre servicios, sueldos y cargas sociales tienen, hoy, 600 mil pesos de gastos por mes. No les alcanzaba el tiempo para generar más que para las obligaciones.

Pero ellos -por el equipo- también tenían gastos fijos: de administración y fichajes, de árbitros, de viáticos para los tres refuerzos, de transmisión de los partidos, entre otros. Solo por los pases de los tres tuvieron que pagar 27 mil pesos. Entonces, no les quedó otra: salieron a buscar «sponsors».

Aunque Wilde Sporting no está por cerrar, como ocurría con el club Luna de Avellaneda, en la película de Juan José Campanella, su historia y el compromiso de socios y vecinos tiene que ver con la de cientos de clubes de barrio apretados por la crisis, con tarifas impagables e ingenio para recaudar fondos.

Las comillas son porque solo conseguirían productos. «Parecíamos un supermercado chino. Vendíamos de todo», recuerda Esteban Camejo, el alero. Ofrecían, y ofrecen, cajas de vino, dulce de leche repostero, kilos de helado, muzzarella, huevos de Pascua, y hasta estadías en un complejo de turismo. El que no donaba aportaba artículos al costo. Una vez sortearon un lechón. Tuvieron mucha suerte: se lo ganó un jugador del equipo, pero la carnicería solo lo prometió; nunca lo entregó.

La entrada más importante era los días de partido. El barrio empezó a acompañar y el promedio era de 200 personas por partido. Cada una pagaba $ 150 pesos de entrada y consumían las gaseosas y hamburguesas que vendían sus familiares.

Todo muy lindo pero ahora están en problemas otra vez. Es que la categoría en la que deben jugar el próximo torneo exige ciertas dimensiones en los campos de juego y no les queda otra que alquilar otra cancha para jugar. Y eso, además de un gasto extra, implica no vender las mismas entradas y perder lo de la parrilla. Pero hay equipo. Adentro y fuera de la cancha.

FUENTE: Clarín