Ángel de su propia guarda

Por
Actualizado: octubre 10, 2015

«Cuando vine por primera vez, mis compañeros no querían pasarme la pelota, porque yo no sabía nada de básquet, pero igual seguí, me gustó apenas entré a la cancha», dice Ángel, integrante del U15 de Los Indios invicto hasta el momento, quien acaba de lograr el pasaporte al Top 20 2016 luego de ganar cómodamente la tabla general del Oeste formativo Nivel 1.

Pero esa primera experiencia en nada desanimó a este jovencito de 14 años. En comparación a todas las pruebas que la vida le fue poniendo en su corto camino, ésta sin dudas era un detalle menor: Ángel nació en la cárcel, y vivió allí hasta una semana antes de cumplir los cuatro.

«Tengo algunos recuerdos; el jardín de infantes, con el castillo en la arena donde jugábamos con mis amigos, también nacidos allí adentro», expresa tras una nueva victoria de su equipo, dirigido como toda la tira por Flavio Ampuero. Su voz es suave, casi imperceptible, respetuosa. Observa fijamente al periodista mientras escucha, y su mirada baja al instante de responder, por leves espacios. Antes de culminar sus respuestas, vuelve a mirar a quien le pregunta por sus comienzos en el club, cuando apenas tenía seis años, y sus padres buscaban un lugar para el pequeño, donde pudiera escapar de un entorno contaminado por el flagelo de la droga y la delincuencia.

Y al club ubicado a media cuadra de la estación Moreno llegó su madre explicando las razones de llevarlo; fue Charo Ibañez, toda una gloria del Indígena, quien le enseñó fundamentos del básquet.

«Charo fue el primero, pero tengo a Gabriel Rosón como mi referente» señala este pivot de importante contextura física, aún con varios aspectos a desarrollar desde el lado técnico, pero dueño de una garra y amor propio encomiable, muy querido por sus compañeros. Ese deseo de superarse lo hizo pasar a integrar la tira A, luego de varias temporadas en la C y B.

Angel es fruto de la relación entre una madre de clase alta, hija de una importante y conocida jueza de la nación y un padre que integraba una banda de ladrones, cuyo líder lleva como apodo una característica de su físico. Su mamá, actualmente de 45 años, en su juventud, cursaba cuarto año de Medicina en la Universidad del Salvador, con un cómodo pasar económico, que incluía casas lujosas, viajes al exterior y autos de última generación.

Con apenas la mayoría de edad cumplida, fue prácticamente obligada a casarse con un hombre casi dos décadas mayor, personaje importante de la política vernácula, durante la gestión del entonces Presidente Carlos Menem. Fruto de esa relación, nacieron tres hijos, hoy cada uno con sus familias constituidas.

Por situaciones que no son necesarias contar, la mujer entró al complicado mundo de la droga, hasta el momento de convertirse en una adicta a la cocaína. «Me aspiré mis casas, mis autos, me aspiré literalmente mi vida», dice con un tono de voz donde se mezcla un lenguaje fluido, producto de aquellos años universitarios, con modismos típicos de quienes han pasado un tiempo prolongado tras las rejas.

Luego del derrumbe económico, su familia – además de la jueza, su padre era un comisario mayor de la Policía Federal – le dio la espalda y así fue como comenzó a adentrarse en los submundos de la delincuencia, conociendo a quien fuera el padre de Ángel.

«Él estaba metido en la comercialización, me acerqué por conveniencia, ya que estar en pareja con el distribuidor, me permitía acceder a la droga. Pero luego me enamoré», asegura la madre.

Tras un robo fallido a un camión de caudales, ingresaron en prisión. Él en Devoto, ella en Ezeiza, embarazada. En ese penal lo gestó y crió.

Ángel no imposta el modo de expresarse. Su calma y parsimonia fue desarrollándose mientras se acercaba a Dios, principalmente cuando siendo tan pequeño – ambos progenitores con su libertad recuperada – era testigo de escenas que jamás se le borrarán de sus retinas.

«Lo que recuerdo, mientras con mi marido nos drogábamos a dos manos, era observar a mi hijo al costado de la cama, arrodillado y orando a Dios por nosotros».

Esa imagen del niño los llevó a una introspección profunda, y ambos decidieron darle un vuelco a sus vidas. Y en ese vuelco, rehusaron a seguir obteniendo dinero de modo ilícito, ganándolo con la venta de berlinesas caseras por las calles de Moreno y el manejo de un remís. Vivían en una casita aledaña a otras que pertenecen a unos familiares, algunos vinculados con la venta de drogas.

Fue por eso que ambos decidieron buscarle un refugio al hijo, y así llega el club como sostén en la crianza.

«Me gusta venir acá, es un lugar donde puedo hacer amigos, divertirme. Cambiar de ambiente». Al preguntarle los días que entrena, no lo duda: «todos los que puedo». Ángel es uno de esos casos que se resiste resignarse al circunstancial destino. Vive con su madre en un lugar absolutamente precario, sin gas, ni agua, de un solo y pequeño ambiente.

A pesar de esas complicaciones, donde no puede bañarse ante la falta de agua, cursa el segundo año del secundario, en la E.N.E.T Nº 4 ubicada en el barrio La Reja. Hace doble turno, y tras cumplir con los deberes escolares, parte a la cancha. No solo es la oportunidad de seguir aprendiendo y progresando, sino también de poder retornar al hogar bañado y aseado, para encarar al día siguiente otro round con la vida. Desea ser Profesor de Educación Física.

Busca cambiar de ambiente, y su reflexión apunta al entorno familiar, donde algunos mantienen una relación cercana con la droga y los robos. De hecho, su tío menor, hace unos años, murió en un accidente vial; su padre no pudo resistir la depresión y angustia por esa pérdida, recayendo en la maldita cocaína.

Un día, en estado descontrolado, decidió salir en su moto, a la nada misma. «Yo sentí que algo le iba a pasar, por eso le pedí por favor se quedara conmigo, pero no me hizo caso. Cuando al rato vinieron a golpear la puerta de casa, supe que venían a darnos la peor noticia. Y así fue», dice Ángel en medio de un silencio pesado en la oficina del club ya pasadas las nueve de la noche.

«Mi mamá no quiso ver el cuerpo de mi papá, pero yo quise hacerlo, tener una última imagen suya. Me dolió mucho, pero me quedo con los tiempos donde pude disfrutarlo sano y trabajador. Y verlo allí tirado, me sirve para saber que cosas debo evitar para no terminar como él…»

El club se transformó en más que un lugar donde jugar básquet. La contención de la dirigencia, cuerpo técnico y compañeros se potenció, e incluso cuando llegó el momento de participar de los Encuentros Argentinos de Mini Básquet, pudo darse el gusto de conocer Misiones y Uruguay. «Para mi fue una felicidad inmensa, porque de no haber sido por el club, no podría darle a Ángel la posibilidad de viajar a esos lugares», expresa la madre, con los ojos vidriosos. Una mujer con importantes complicaciones al momento de hallar trabajo estable, merced a sus antecedentes, para poder brindarle mejor calidad de vida a su hijo menor.

«Amo a mi mamá, porque a pesar de todo, intenta darme lo que está a su alcance, y eso es lo que valoro, su esfuerzo, más allá de las dificultades», afirma este campeón, quien podrá darse el gusto en la próxima temporada de jugar el Top 20 enfrentando a los mejores equipos de FeBAMBA, uno de sus anhelos.

Sin reproches, y buscando el lado luminoso de las cosas a pesar de escenarios oscuros ocurridos ante sus muy jóvenes ojos, se calza la camiseta de Los Indios, y como una representación cabal de su diario vivir, sale a pelearla dentro del rectángulo. Y a dar todo por ganar.